(Recuerdo imborrable a Ignacio López Tarso, a un año de su adiós, aquí esta memoria para aquel montaje de «Rey Lear», de Shakespeare, en la UNAM, 1981)
Raúl Adalid Sainz
Sí, hay montajes que se quedan en ese cajón llamado memoria. Cuando se abren renacen en toda su agudeza, vuelven a vivir las imágenes como duendes traviesos, como bufones en medio de la tormenta.
Así me pasa con una representación que nunca olvidaré: «Rey Lear», de William Shakespeare, dirección de Salvador Garcini, en una producción de Difusión Cultural de la UNAM. Teatro, Juan Ruiz de Alarcón.
Al escuchar la tercera llamada de apertura a la fantasía, aparecía un gran trono, y un mapa de los territorios del Rey Lear, éstos iban a ser concedidos a sus tres hijas. Sólo iba a privar una condición: ellas tendrían que clamar en grandilocuencia el amor a su padre. Quien lo hiciera mejor recibiría las máximas bondades en territorios.
Aún recuerdo la elocuencia de «Regania» (Tina French) y de «Goneril» (Gabriela Araujo) alabando la ciega vanidad de su padre. «Cordelia», la hija pequeña, poco habla en su turno, y lo que dice lo vierte en la más pura de las sinceridades. Habla de su amor callado a su padre, sin necesidad de proclamarlo. La pureza de Blanca Guerra aún me es inolvidable. Esto último encoleriza a Lear y la destierra dejándola sin herencia en vida. Ahí marca su sentencia trágica el ensoberbecido monarca.
Nunca olvidaré a Don Ignacio López Tarso en ese dificilísimo rol shakespereano. Una inspiración actoral para mí. El célebre histrión estaba soberbio. Llenando el espacio total con su energía creativa. Aún lo vivo en medio de la tormenta por el bosque, paseando su ciega locura al lado de su bufón. «¿Quién va por ahí?», preguntaba su minúsculo séquito, al mando de «Kent», al buscar al perturbado monarca, «Un bufón y un loco», contestaba aquel maravilloso festivo, chacotero bufón, interpretado con toda la creatividad inspirada por Alejandro Camacho. Un despliegue corporal en contenido el logrado por este histrión.
Pero el momento en que López Tarso levantaba la furia del cosmos clamando su dolor en la tormenta era acojonante. Un dolor sobrenatural de congoja y piedad de los espectadores para el atribulado y pequeño Rey. Soplad vientos, estréllense sobre mi faz, tormenta atroz, hagan cera y pabilo de mi mente, frío nocturno e inclemente, déjenme desnudo de alma de una vez. Esas sensaciones sentía. Hoy, les pongo letra.
Nunca olvidaré esos ensayos a los que el querido Rogelio Luévano me invitaba. Él era parte de la obra. Su «Conde de Cornualles», aún resuena en mí. «Buscad al traidor Gloucester», gritaba Luévano tocando una campana. Instantes después lo veríamos arrancarle los ojos al «Conde de Gloucester», interpretado en proyección sensible de contenido por el gran actor Fernando Balzareti.
Actuaba en esa obra también mi admirado paisano Humberto Zurita. Aún lo recuerdo vagando por el bosque, disfrazado de mendigo.»He oído poner precio a mi cabeza», el traidor bastardo «Edmundo», (gran interpretación de Alejandro Tommasi), medio hermano de Edgardo, engaña a su padre(Gloucester), diciéndole que su hermano busca matarlo. «Edgardo», interpretado por Humberto, tiene que huir y disfrazarse de mendigo para evitar morir. «Siendo Edgardo nada soy», dice solitario en el bosque el hijo legítimo de Gloucester. Quien también presta oídos a la mentira. Un gran trabajo de energía física creativa la desplegada por Zurita en ese inolvidable rol. Él camuflado de vagabundo se hacía llamar «Tom». «Tom tiene frío», decía a «Lear», en medio de aquella alucinante tormenta de cruce de vías de varios personajes.
Mi epílogo final de encanto de espectador era ver a Don Ignacio cargando muerta a Blanca Guerra. Aún vivo su dolor gritando al cielo su pena de padre al perder a su hija sincera: «Aullad, cielos aullad «, sus cinco «nuncas» me son un eco de entender lo que es la muerte. «No te veré nunca, nunca, nunca, nunca, nunca». Era el término de aquel sabio espejo trágico del castigo a la soberbia y ambición humana.
Vi el ensayo general. Subí al escenario a dar las gracias a Rogelio. Conocí a mi admirado paisano Humberto Zurita. Vi la belleza de Blanca, de Tina, de Gabriela. Al verlas no podía decir nada, sólo admirarlas en su gran sensibilidad. Salvador Garcini, el director de la obra, sin conocerme me preguntó: «¿Qué te pareció?», era un chamaco de diecinueve años que sólo estaba arrobado, le dije espontáneo: «Buenísima». Hoy, cuarenta años después, creo poder contestar su pregunta con esto escrito.
No olvido al terminar la última escena cómo se abrazaron a López Tarso los actores de la obra. Se deseaban suerte. Agradecían el esfuerzo titánico del gran actor Ignacio, quién iba a ser su guía en aquel mítico y desgarrador papel shakespereano.
La obra fácilmente la vería unas cinco veces en representaciones. Recuerdo también en el elenco a Ernesto Yáñez, QEPD, en un sutil, valiente y leal «Kent»; a Alejandro Tamayo, a Mauricio Davison, a Jorge Santoyo, todo aquel elenco fue para mí una revelación amatoria para un joven provinciano que iba a amar al teatro en un querer irrenunciable.
Gracias Rogelio Luévano hasta los cielos por aquellas invaluables invitaciones al universo de Shakespeare.
La foto maravillosa me la envió Tina, «Regania», French. Fue un regalo. Quizá porque siente mi pasión por ese montaje. En esa impresión están: Salvador Garcini, Tina, Ignacio López Tarso, Blanca Guerra, y Araceli. Gracias querida Tina.
Nota: Este escrito fue hecho un febrero del año 2019. Juan Ignacio Aranda, hijo del maestro López Tarso, me contó que se lo leyó a su padre, y se había conmovido en el recuerdo. Hoy, 12 de marzo de 2023, don Ignacio inició el vuelo hacia unas alturas que nos dejan la estela de su enorme recuerdo. Para mí, una inspiración de ser un actor de teatro, queriendo emular un día, su enorme pasión y respeto por darse en todo a los demás. Mi abrazo muy sentido querido Juan Ignacio Aranda. Un rosal, que un día, mi mano cortó una de sus flores. Eso era tu padre para mí.
Raúl Adalid Sainz, en algún lugar de México Tenochtitlan