viernes 20, septiembre, 2024

Hubo una vez un director teatral que asombraba a la vida: Hebert Darien

Raúl Adalid Sainz

«Mis padres me mandaron de Rusia con mis abuelos, eran los tiempos de disputas entre Trotskistas y Stalinistas, por eso llegué a México». Así me platicó su llegada, aquel emigrante ruso, que arribó a suelo azteca a los nueve años. Me contaba que a esa edad su abuelo lo llevó al Zócalo a ver una celebración de 16 de Septiembre. Al oír los gritos enardecidos alcohólicos de ¡Viva México¡, su abuelo le decía: ve a esta muchedumbre porque de ahora en adelante ellos van a ser tu gente.

Hebert me vino al recuerdo porque ayer en un escrito lo mencioné. Los seres se aparecen cuando menos acuerdas. Quizá son su manera de decirte que están contigo y que te cuidan. O quizá sólo para decir, «no me olviden cabrones», como Hebert lo diría.

El maestro Darien estaba destinado para el arte, fue pianista y bailarín clásico, actor (primera generación del mítico Seki Sano) y donde más figuró fue como director teatral y docente. Famoso por su debut como director escénico. Lo apadrinó Salvador Novo, dándole el «Palacio de Bellas Artes» para que ahí dirigiera «Salomé», de Oscar Wilde, con la célebre María Douglas.

A partir de ahí, Darien hizo una carrera teatral. Destacándose sus montajes de tragedias griegas y los clásicos modernos del teatro norteamericano. Maestro de muchas generaciones de actores. Él me hablaba de: Aarón Hernán, Regina Torné, Julio Alemán, Héctor Gómez, Miguel Palmer, Carlos Bracho, Jackeline Andere, Elsa Aguirre, Emilia Carranza, Tina French, Stella Inda, Antonio Trabulse, Claudio Brook, Esteban Soberanes, Talia Marcela, Francisco Archer, Armando Moreno, y muchísimos actores de relevancia.

Uno de los méritos de Hebert es que abolió la concha del apuntador teatral. Obligó a los actores a aprenderse el papel de memoria. La técnica stanislavskiana aprendida con su maestro «Seki» (alumno directo de Stanuslavski) la siguió al pie de la letra. En esa primera generación de actores del maestro japonés Seki Sano, destacó otro director: el maestro Ignacio Retes. Piedras fundamentales de un nuevo teatro en México. Representando el teatro de una manera más íntima, alejando aquella actuación frontal grandilocuente llamada a la española.

Estos directores centraban el conflicto y la situación de una manera natural, con comunicación compartida entre los actores. Trabajando el subtexto de lo dicho, transparentando lo anterior, en una acción interior y exterior del personaje. Siendo modelo esta técnica actoral para jóvenes directores como: José Luis Ibáñez, Héctor Mendoza, Luis De Tavira, Ludwik Margules, Raúl Zermeño, Juan José Gurrola.

Al maestro Hebert tuve el gusto de vivirlo como mi director en la obra «El Vuelo», del poeta México-Libanés Antonio Trabulse. La emigración libanesa llegada a México. Un joven lleno de ideales llega a México a vivir con su mundo de sueños. Tuve el enorme placer de protagonizar la obra junto al gran actor Claudio Brook. El mismo que hizo con Buñuel: «Simón del Desierto», «El Ángel Exterminador» y «La Vía Láctea». Todo un libro de enseñanza fue esa época para mí en aquel entrañable Teatro Libanés.

Darien dirigía con las tripas, pero con una razón lúcida, que le daba la idea de lo que iba a exigir. Muy intenso. Dirigía parado. Subía la pierna a proscenio y pedía. Recordando inconscientemente sus antecedentes de bailarín. El filo de proscenio era como la barra del danzante. «Todo tiene que ser producto de una eclosión interna»; recuerdo que siempre decía eso. Sólo así se consigue ser verdadero y genuino. Eran sus conclusiones en cuanto a la emoción que debía surgir en el histrión. «¡Qué difícil es ser buen actor!», decía siempre para puntualizar.

Un hombre muy culto, lleno de emocionalidad y buen humor. Lo mismo te hablaba de la sabiduría de los clásicos griegos o de Shakespeare, y al mismo tiempo en un autobús de ruta lo podías ver bailar al compás de Chayanne con «Fiesta en América», como un día lo vimos camino a un ensayo. Un viejo lumínico, lleno de carisma y talento. Se bebió literalmente la vida, y amó, como dijo Sinatra, «No sé si más que otro cualquiera».

Sus cenizas se encuentran en el lote de actores de La ANDA, en el Panteón Jardín. El día que depositaron sus cenizas en la urna, el actor Héctor Gómez, gran amigo de Hebert, dijo en una entrevista, «muere un talento, y como siempre en este país, con algunos, muere en el olvido».

El hecho era significativo, Hebert detestaba lo solemne. Se reía de los homenajes. Al final de cuentas, él era un griego de los ditirambos trágicos. Era el teatro mismo. Así se definía, y yo lo afirmo categórico al paso de los años. Un alucine mágico haberlo conocido.

Raúl Adalid Sainz, en algún lugar de México-Tenochtitlan

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