Federico Berrueto
La modernidad es obsesiva y asume que todo es medible. Asuntos tan complejos como el desempeño de un gobernante suele trasladarse a una gráfica que proyecta el supuesto consenso nacional. Es muy útil para el poder cuando es favorable a pesar de la mala situación de muchos en su economía, su frustrante experiencia con la autoridad o la pésima seguridad pública. Es un magnífico e irrefutable recurso de propaganda. El pueblo elige en votos y ratifica cotidianamente en encuesta, en ambos casos las razones se transforman en números.
La democracia con toda su complejidad se reduce a cifras; quien obtiene más votos asume el cargo de autoridad o la representación. Hay un viejo debate de la representación popular que se ha revitalizado con las experiencias populistas. En la medida que la política sea rehén de la dictadura de los números, la razón y las mejores causas se extravían al amparo de la representación del pueblo, sin pensar que los gobernantes más votados y más populares son los dictadores y no los demócratas. El aval de los números es propio de la democracia, pero debe entenderse punto de partida, no de llegada, no como licencia para hacer lo que se quiera invocando la voluntad popular, ratificada por los números de la encuesta.
La democracia es instituciones, libertades y deliberación. Constituye un complejo edificio con insuficiencias, pero que debe salvaguardarse y perfeccionarse. México no tiene cultura democrática ni liberal, salvo algunos pasajes como la experiencia maderista y décadas antes la república restaurada. Son paréntesis antecedidos por el enfrentamiento fratricida y reemplazados por un régimen que niega lo mejor: el porfiriato y el presidencialismo autoritario. Los dos convergen en una autoridad suprema, sin los límites legales ni los valores de la democracia liberal. Cualquier semejanza con el obradorismo no es casualidad.
No debe sorprender que la involución democrática en curso ocurra con respaldo mayoritario testado por las encuestas cuyos números validan a los depredadores, intimidan a sus opositores y anulan a los demócratas. Una contienda muy dispareja porque al amparo de la democracia y de la libertad en el pasado se erigieron gobiernos corruptos, cobijados por un modelo económico excluyente, poco liberal y apegado al individualismo posesivo. La revancha por los más era inevitable.
Se equivoca el presidente López Obrador al decir que los conservadores o los beneficiarios del régimen corrupto están moralmente derrotados; al contrario, son parte del nuevo orden político. Peor aún, son reivindicados al amparo de las asignaciones directas, la falta de transparencia y la enorme discrecionalidad de las autoridades. El mismo infierno y con los mismos diablos. Algunas inclusiones y mediaciones diferentes resultados del protagonismo de los militares en la vida pública. La oligarquía ha tenido que pagar el boleto de su inclusión en dinero, pero más en dignidad. Pero ellos se quedan, el presidente se va y al igual que en el pasado, el desenlace electoral no habrá de afectarles, salvo que cobre vida un régimen auténticamente democrático, liberal y, consecuentemente, avenido con los principios de igualdad ante la ley y estricta legalidad, especialmente, para los poderosos. El populismo perdona, la ley no.
La lucha contra la venalidad, por un mejor gobierno y una economía justa e incluyente sigue en el cajón de las intenciones en razón de que la persistente impunidad, que no es de arengas y admoniciones moralistas, sino de acciones legales ejemplares que sancionen con rigor el abuso y el enriquecimiento ilícito. No hay otra justicia que no sea la legal, por más complicado, incierto y sinuoso su tránsito. No es un tema de consenso ni de encuestas ni de votos, se debe de cumplir y hacer cumplir la ley, independientemente del costo político y social.
El camino de la legalidad en un país como México suele ser el más complicado y difícil por la precaria cultura ciudadana que duda de la idea de que la vigencia de la ley es condición necesaria de civilidad y de progreso. El presidente no está solo en eso de que la ley no es la ley. No sólo se trata de la mayoría de la población agobiada por su exclusión del bienestar; la insuficiencia sobre el valor de la ley es de todos, incluso de las élites, particularmente la económica que entiende que sus condiciones de privilegio dependen de la discrecionalidad de las autoridades y la inexistencia de un eficaz sistema de justicia.