Federico Berrueto
Disruptivo de corazón, de naturaleza; no es impostura, quizá cálculo, pero la querencia a la provocación es la condición de existencia y eficacia de AMLO, como demuestran la elevada aceptación en las encuestas y el obsequioso sometimiento de buena parte de los factores de poder, singularmente, los empresarios grandes y sus representantes.
Para Jesús Silva-Herzog es un caso de infantilismo, una debilidad colectiva de nuestros tiempos. Mucho hay de eso, pero también una sociedad que premia con su voto y su adhesión a quien abusa, a quien se comporta de manera caprichosa y arbitraria. Invitar a Miguel Díaz-Canel, presidente de Cuba, a los festejos de la independencia un año atrás y en esta edición convocar a contingentes de soldados de Rusia, Cuba y Nicaragua a la marcha militar son una provocación sin otro sentido que hacer valer su autoridad, ratificada con la exclusión de los representantes de los Poderes Legislativo y Judicial.
La provocación tuvo por momento fundacional la farsa de la consulta para suspender la obra del aeropuerto de Texcoco. El tiempo dejará en evidencia la magnitud del costo, no sólo financiero, sino el privar al país de un hub aeroportuario. Todos se arreglaron a costa del país, el presidente señalando quien manda y que nada ni nadie podría detenerlo, y a los empresarios involucrados asignándoles nuevos contratos, con una indemnización que ha llevado al aeropuerto Benito Juárez a la ruina por trasladar en su beneficio los sustanciosos ingresos que pagan los usuarios del aeropuerto.
Igualmente, por el capricho se decidió el Tren Maya, que incluye una estación en su lugar de retiro, una obra fundada en el imaginario de quien en sus mocedades vio desaparecer el ferrocarril. Un proyecto magno y ambicioso, pero innecesario para los objetivos de desarrollo social de la región; con un daño ambiental todavía por dimensionar; hasta hoy tres veces más costosa de lo proyectado, a cuenta de los recursos que debieron destinarse a hospitales, a escuelas, a fortalecer a estados y municipios, a ampliar y actualizar la infraestructura. Pero la historia allí no acaba; el presidente ha resuelto asignar su operación a los militares no porque estime que es lo mejor, sino para garantizar que el proyecto no sea modificado, aunque desde ahora se sabe que habrá un déficit operativo descomunal como ocurre, en otra escala, con el infortunado AIFA y con la refinería de Dos Bocas.
Sorprendente el apoyo popular a un presidente con tan malos resultados. Al menos tres cosas lo explican: el abusivo e ilegal protagonismo mediático del mandatario; la crisis e indolencia de la oposición formal y la connivencia de los factores de poder. Además, la conexión emocional y clientelar de una parte importante de la población construida por la prédica moralista presidencial y las entregas directas de dinero, que los economistas llaman pensiones no contributivas.
No menos sorprendente es cómo todos se acomodan al juego que dicta y define el hombre que decidió mudar una casa presidencial por un palacio virreinal que antes era de acceso público y de conexión con la historia nacional. La oligarquía existe y se ha adaptado porque el presidente los descalifica en el discurso, pero los premia en los hechos. Igual sucede con muchos en el oficialismo, solo como ejemplo, el sometimiento de los legisladores no sólo es de ignominia, sino contraproducente a los objetivos que se trazan. Las leyes se invalidan por su contenido inconstitucional y por desatender las reglas más elementales del proceso legislativo.
La militarización es otro de los signos ominosos de nuestro tiempo. Quien llegue habrá de poner freno o al menos someter las actividades que emprenden a las reglas de transparencia, auditoría, fiscalización y control de toda actividad pública. Para muchos la pesadilla ya va a acabar; que el elegido difícilmente reproducirá las formas, modos e ideas de quien ahora gobierna caprichosa y arbitrariamente y que en el nuevo mapa de poder no habrá una mayoría legislativa afín al gobierno. Ambas ideas son plausibles, pero no seguras porque el camino hacia delante es campo minado, y porque los graves problemas en seguridad, economía, el gasto y la red de bienestar son imposibles de resolver sin un ajuste importante en los ingresos del Estado. Sin catastrofismos, es permisible pensar que las cosas podrían estar peor… si todo se deja a la inercia.